Estoy aquí sentada
en mitad de la noche, viendo Kun fu Panda y escuchando a mis bebés gatines
jugar y la lluvia cayendo con fuerza en el patio…
Pero no puedo sacar de mi pensamiento mi hogar. Mis hogares si me apuras.
Me explico; estoy
aquí en esta casa mía, la que me compré y que me es completamente ajena por
mucho que intente hacerla mía. (otra vez)
Aquí llevamos
viviendo ya unos días. Todavía hay montañas de cajas y Ruri y Tatti se sienten
aún nerviosas e inseguras.
Se sienten como yo.
Y es que para una persona, que odia los cambios, un poquito "asperger" si quereís… dos fracasos
laborales, tres mudanzas y cuatro pérdidas de seres queridos “de primera fila”
en menos de cinco años es mucha caña y no puedo por menos que resentirme.
Aquí vengo a lloraros
mi última tragedia. “Tragedia”, de esas cosas que tarde o temprano nos tocan en
la vida; todos perderemos a nuestros padres y todos tendremos que enfrentarnos a
todo lo que ello supone, que no es poco, ya os voy avisando… (esas cosas a las que la gente suele enfrentarse a los 50 o 60 años, a mí simpre me toca antes).
Este mes tocaba desmantelar la casa familiar.
Este mes tocaba desmantelar la casa familiar.
Churruca.
Churruca es la casa que mis bisabuelos alquilaron por primera vez hace más
de cien años, y después de ellos, mi abuela, mi madre y finalmente yo misma.
Dejar Churruca ha
sido duro y doloroso. No solo porque sea una casa grande, bonita, bien ubicada…
o la casa de mi infancia… Churruca es un “referente familiar” es una parte
fundamental de mi vida y la de los míos y esto añade, a la carga emocional,
también una gran responsabilidad para con “nuestra historia”.
Me da rabia porque
no voy a ser capaz de escribiros y describiros aquí todo esto que siento.
Ahora estaba aquí
sentada como os decía, y no podía dejar de pensar en que esas paredes, esas
puertas, mis paredes y puertas y habitaciones están ahora mismo ahí solas.
Vacías.
Así como lo dejamos
todo. Como se deja todo después de una mudanza; con montoncitos de papeles
viejos, libros y otros cacharritos no seleccionados, porque uno no puede cargar
todo en una maleta.
Me imagino el barco
de madera precioso, con sus timones sus anclas y sus ojos de buey que nos hizo
el tito a mi hermana y a mí. El tito Juan era además de una bellísima persona,
un artista.
…la cocina medio
desmontada. Pienso en los pollitos de vencejos que caerán el verano que viene por
el hueco del calentador y no encontrarán a nadie para sacarles a delante. El
mirador donde Ruri ha sido TAN feliz durmiendo al sol… creo que nos lo dejamos
abierto. Ese mirador que fue el único del edificio que perdió parte de sus
cristales con la caída cercana de algún obús durante la guerra. Y esa guerra en
la que entre las paredes de Churruca llegaron a convivir y pasar el hambre de
la posguerra más de 22 de mis familiares y un
gato, que dormía en la carbonera de la cocina.
Mi madre me hablaba
de cuando en casa, en las casas, no había baño. Solo una letrina en un cuartito
de la cocina. Y allí mismo, en un barreño se bañaban y re arreglaban. Menuda
evolución la de esa cocina… 22 personas para una letrina y un barreño de agua
tibia.
También se ha
quedado ahí sola la gotera de la esquina del cuarto de estar. La gotera que salio
allá por mediados del siglo pasado y que por muchos parches que apañasen volvía
a salir una y otra y otra vez. Imaginaros a mi bisabuelo Antonio sentado con
Antonio Machado, que vivía en el segundo y era buen amigo, escuchando la radio que estaba en una repisita en esa misma esquina. Cada uno en una silla, uno en frente del otro,
con un cubo en medio para recoger el agua de la gotera.
Antonio Machado y
Manuel Machado venían mucho por casa. Mi bisabuelo era un hombre con curiosas
amistades. También fue amigo de Einstein y le enseñó a soplar vidrio en alguno
de sus viajes. Mi bisabuelo debió ser una persona muy interesante.
Imagino en esa casa
también a Curra, una pekinesa que alguno de sus novios le regaló a mi abuela,
esa pekinesa marrón a la que le gustaban las uvas, pero las uvas sin piel ni
pepitas. Un buen día, mi abuela se cansó de la perra y se la cambió a una
gitana por unas mantelerías… así me contaba mi madre.
Recuerdo a mi abuela
llamando al telefonillo por sorpresa y presentándose en casa para poner patas
arriba la familia. La llegada de la abuela era fiesta para los nietos, pero… a
veces, no tanto para los mayores. Me hacía tanta ilusión ver a mi madre
preparar la habitación de invitados porque venía la abuela… Churruca tenía una
bonita habitación de invitados. Con sus dos cama con unas colchas marrones con
relieve y sus cabeceros de bambú. Buenos recuerdos.
Y ahí se ha quedado
la esquina de mi habitación. Nadie sabrá que esa esquina redonda tiene la parte
baja rebajada y rectangulada porque mi madre se lo pidió al pintor, al “pitufo”,
para que mi cama se pudiese pegar completamente y yo no tuviese miedo de “la
pata de pollo” (ya os contaré esta historia). Gracias mamá.
Mi casa vacía.
En realidad, ni mi
abuela, ni mi madre, ni yo fuimos felices ahí. Mi abuela decía que en esa casa
nadie podía ser feliz. Como si de una maldición se tratase. Mi hermana y yo no
creemos mucho en esas cosas, pero… puede que algo de eso sea...
Como muchas sabéis, mi hogar fue otro. Ese feliz que también me quitaron. Y del que todavía no puedo hablar. Algún día.
Allí, en Curruca, han quedado
algunos de mis muebles favoritos, que viajaron de Tenerife a Madrid y acabaron
en Churruca, míos, vete tú a saber cómo.
Quería haberme
llevado hasta la cerradura. Recuerdo cuando volvíamos una noche de no sé dónde
y al llegar la puerta estaba forzada. Mi hermana y yo éramos muy
pequeñas y mis padres nos bajaron al segundo, a casa de Esteban y Conchita
mientras venía la policía y todo el jaleo. Esa noche nos llevaron a dormir a
casa de los titos y ellos durmieron en casa con una cortina como puerta. Nos
robaron el transistor que estaba encima de la chimenea, un micrófono y más
cosas que yo no recuerdo. Así mis padres pusieron la primera puerta blindada
del edificio.
Esteban y Conchita, la Pepa, Carmen la portera, Melchor
el de la vaquería, La tacita de plata… antes uno sabía y conocía su casa, su
edificio, su barrio… las cosas no cambiaban cada tres meses. La vida era más
familiar.
Yo siento que en esa
casa, por mucho que me repitáis esa frase “que solo son paredes, que los
recuerdos están en el interior de cada uno” y todas esas cosas con las que
intentáis animarme… En esa casa se queda mucha energía, se queda un pedacito de
mí. De esas paredes que acaricié. Pedacitos buenos, pedacitos malos, pedacitos
míos, de mi madre, de mi abuela y sus siete hermanos, de mis bisabuelos, de
Jose María Sinaris, que no sé quién és pero siempre consta en los buzones y
viejas facturas de la luz.
Después de más de
cien años de historia, Churruca se queda vacía. Y a la espera de vete tú a
saber qué futuro.
Desconocidos y
desconocedores de mi hogar, de la historia, de mi historia, de mí. De sus
grietas, olores, sus fantasmas… Y duele, cómo duele…